El joven poeta entró en un bar, el mar de sus ojos azules,
silenciosos, lo inundó todo, bañando el lugar de una ventisca que entraba con
sus pasos de nube.
Su andar cómo de monumento, distinguía el hilo dorado de sus
talones forjados por una secta de dioses. Tomando asiento encendió su pipa con
el fuego de su aliento.
Entonces le dieron vino barato y lo bebió, Wisky del más
viejo y Cognac. Cuando el poeta hubo terminado de beber y
comenzado a delirar; su lengua expulsó aves coloridas con filo en las plumas,
ranas eléctricas, moluscos y pulpos morados, víboras y luciérnagas rotas.
El poeta se desvaneció entre el caos y las alimañas se
convirtieron en diamantes, los borrachos y vagabundos recogían torpemente los cristales, que con el tacto se volvían escarcha, para barrerse y posarse en
los rincones, dónde sólo alcanza la palabra de los malditos.