Tomé asiento en la barra junto a un vendedor de crucifijos, quiso
venderme uno, le dije que no, se volteó a hacer lo mismo con el de al lado. No
era un buen día para creer en dios con los 42 grados de calor en el infierno de
allá afuera. Era medio día, el lugar se encontraba en la profundidad del centro
de la ciudad. Estaba repleto de trabajadores de horario cortado que pasaban el
tiempo ahí, esperando entrar de nuevo a la jornada, a la vez que ahorraban unos
pocos pesos llenando sus estómagos con las botanas que venían incluidas con la
cerveza. Una mujer que entraba se sentó junto al vendedor de crucifijos, sus
ademanes eran marcados y balbuceaba cosas inentendibles, era sordomuda y
también gorda; el vendedor de crucifijos le rodeó la caderas con el brazo, poco
a poco iba bajando la mano hacía las nalgas, ella lo dispersaba con un
movimiento brusco, y un ademán de “estate quieto”, reían, parecía un juego de
niños.
Yo veía el humo que emanaba de mi boca. En la televisión
pasaban un programa familiar. Era sábado. Alguien adentro del recuadro en el
aparato, tenía que atravesar una piscina llena de pirañas, luego otra llena de
cocodrilos y después un escampado con hienas adultas, todo esto mientras iba
vestido con un traje de conejo rosado. Si acompletaba la travesía, ganaba un
viaje todo pagado a un hotel de lujo en Can Cun. Contaría con chofer para ir a
dar vueltas de medio día a las plazas comerciales, y con chalan para cargar con
las compras y las sombrillas para el sol. El hotel tenía spa, restaurante
gourmet internacional, show de delfines amaestrados, e instructores que
amenizaban el ambiente en la piscina con juegos de pelota y gimnasia. Estaba
inmerso en el programa. Alguien tomó el control remoto y cambió de canal a una
repetición de la pelea de box de la noche anterior. No logré saber si el
concursante ganó el viaje o si lo sacaron moribundo a causa de las pirañas, los
cocodrilos o las hienas. Si lo primero pasaba, tal vez los dioses marcarían su
sentencia y sería decenas de veces peor que luchar contra las alimañas. Ojalá,
sea lo que sea que haya pasado, encuentre pronto la fortuna que busca.
Cavilaba cuando sentí una mano en mi hombro, era la sordomuda,
sus señas eran claras y directas; quería un cigarrillo. Se lo ofrecí, le
acerqué el encendedor y le di fuego, me miró a los ojos y empezó a mover ambas
manos. Hizo repetidas veces el mismo movimiento y alzó los brazos un poco, haciéndome una pregunta. Quería saber por qué me temblaban las manos. Contesté.
Aquello no tenía importancia. Apenas pude explicarlo. Por el gesto del cigarro,
me invitó una cerveza. Continuó haciendo repetidos movimientos con las manos
relatando cosas que no entendía. Yo movía la cabeza diciéndole; “sí, sí,
entiendo, entiendo”. Al cabo de un rato la situación perdió el sentido y decidí
moverme a otra mesa. Le dejé un par de cigarros y le di las gracias por la
bebida. Atrás había una mesa vacía, tomé asiento. Pasado un rato la sordomuda
se marchó. Parada en la salida del bar, se despidió de mí; movía la mano y
ponía la palma en el pecho, justo en el corazón, le contesté de la misma forma.
La noche suplía a la tarde, los últimos rayos de sol, se
desvanecían lentamente a través de las portezuelas de la cantina. Era una luz
naranja, nítida. Por debajo de las puertas, se veían las piernas de la gente que pasaba. Eché una mirada al bar, varios hombres solos ocupaban las
mesas, otros bailaban, la barra estaba repleta, la risa y los insultos
humedecían la atmósfera aumentando el calor. 35 grados, aún seguía haciendo
calor aunque fuera noche. Poco a poco entraban las mujeres solas. Ocupaban las
mesas junto a los hombres. La mayoría adultas y algunas jóvenes. La mujer
seducía al hombre y luego tomaba asiento. El hombre le servía un poco de su
bebida en un vaso que los meseros ponían inmediatamente en la mesa. El viejo
orden.
Así entraron varias mujeres, era mi turno. Hola muchacho
¿Porqué tan sólo? Soy de esos hombres que vienen a beber solos, como el resto. ¿Te
molesta que me siente? Preguntó. Claro que no, adelante. El garrotero trajo un
vaso para ella, lo llené; me gustaba mirar como el cuerpo marrón de la cerveza
llenaba el recipiente. La mujer era mayor, llevaba un vestido negro. Descolorido,
con unas pequeñas marcas producidas por el uso, se notaba que había intentado
remendarlo ella misma. Tenía un collar y aretes de fantasía, el pelo suelto,
recién lavado, también negro. La forma del escote revelaba la mitad de sus
senos, estaban bronceados. Pensé que no a propósito. Sus piernas eran maduras,
no tan viejas pero parecían cansadas. Le calculé unos 40 cuando mucho 45 años. Cómo
te llamas me preguntó. Ezra, le contesté. ¿Ezra, qué tipo de nombre es ese? No tengo
idea, tal vez es bíblico. Puede ser. Entonces, eres algo así como un santo. Tal
vez. ¿Tú cómo te llamas? Le pregunté. Marlene, respondió. Platicamos largo rato.
Había algo en sus ojos que se encendía poco a poco. Se lo atribuí a la bebida.
Después supe que era algo más. Sabes, me dijo, todos aquí buscan algo.¿Tú que
buscas? No busco nada ¿A qué te refieres? Te ves diferente, eso quiero decir,
siento como si te conociera. Yo tenía un hijo, Roberto. Lo tuve cuando apenas
era una adolescente. El hijo de puta de su padre me abandonó a penas supo que
estaba embarazada. No tuve el tiempo para darle la atención que se debe, tú
sabes. Trabajaba todo el día y lo dejaba con una amiga. No se me dan las
parejas, sabes a lo que me refiero. Nunca tuvo una imagen ejemplar, pero le di
todo cuanto pude. Cuando creció, se metió en pandillas, drogas, cosas ilegales. ¿Quién era yo para ser un modelo de autoridad? Un día, a él y a varios los
detuvieron unos policías, respondieron a balazos. Le metieron cuatro, uno le alcanzó
el pómulo derecho. Cuando fui a reconocer el cuerpo, estaba completamente
desfigurado. Como puedes ver, no tengo mucho, pero tenía ese motivo, mi hijo. Una
mujer, sea lo que sea que haga, o a lo que se dedique, aprende a ser madre, y
sabe dios que yo era una buena madre. Pero quiero decirte algo, no acostumbro
hablar de esto, es algo que guardo dentro y no lo comparto. Nadie tendría
porque saberlo. Cuando te vi, sentí la necesidad de hablarte. Hay algo en tus
ojos que me orilló a hacerlo. Ahora me he dado cuenta, eres muy parecido a mi
hijo, quiero decir físicamente. Pienso que si él siguiera vivo, tendría tu
edad, era muy apuesto, sabes? Siempre pensé que podía conseguirse a cualquier
mujer si se lo proponía. No me lo tomes a mal, eres muy guapo. Era necesario
que te dijera esto. Espero no incomodarte, como te digo, no suelo decirle esto
a nadie. Las palabras salían de su boca como una cascada. El rostro de la mujer
se quebraba, sólo podía pensar en el rojo de sus labios y en el calor que iba
en aumento. Cuando terminó de hablar, prendí un cigarro, le ofrecí uno, se lo encendí, el
fuego era lento y tenaz. Le dije que no se preocupara. Que no había nada de que
disculparse. No le dije que la entendía. Solamente que no se disculpara. Fue lo
único que pude decirle. Desconfié. No iba de bar en bar tragándome todo lo que
me decían. Eso sí, alguna vez escuché que en el reino animal, cuando las serpientes seducen y te
hablan con la mirada, nunca mienten.
Los ojos de Marlene se humedecieron y fue como el final de un
gran círculo. En fin, no estamos aquí por eso, bailemos un poco. Asentí. Nos
pusimos al lado de unas parejas que llevaban rato bailando. Marlene me sujetó
de la cintura. No se me da el baile, así que dejé que me guiara. Muévete con el
ritmo, no es difícil, dijo. Dejé que la cosa surgiera por sí sola. Ya le iba
agarrando, ella era una mujer muy capaz. El calor de su cuerpo era cómodo. Mi sangre
empezaba a calentarse. En realidad era algo colectivo. Las parejas alrededor
estaban en lo suyo. Un viejo besaba a un travesti sin importarle un carajo el
mundo. Empecé a sentirlo, había caído en su juego, ya no me importaba si la
mujer decía o no la verdad. Estaba encantado, el alcohol había hecho su
trabajo. En ese momento pensé que todos en el bar estábamos convencidos de eso.
A nadie le importaba nada. Todos cedían al calor y a la luz que apenas abrazaba
sus cuerpos. A lo efímero. Si la muerte se atrevía a entrar, habría un brindis
por ella, era bienvenida.
Te mentí, le dije, no me llamo Ezra, soy Ricardo. Nos
besamos. Deslicé mis manos por su vestido, hasta las nalgas. Marlene hizo lo
mismo. Terminamos de bailar y nos sentamos. Veía todo como en ráfagas. Encendí un cigarro. Marlene no dejaba
de mirarme, me veía y se mordía los labios. Estaba posesa, yo también. Era
tarde. El bar estaba a punto de cerrar. El lugar seguía un poco lleno. Todos
seguían en lo suyo. Las mujeres, los hombres, eran todos como un gran equipo.
Yo y Marlene bebíamos un licor de caña, PP López. Una pequeña botella. Lo
servíamos en las rocas. El licor entraba como una Cobra recorriendo nuestro
torrente sanguíneo, la dirección se había marcado. ¡Vamos a cerrar! Gritó el
encargado. Nadie quería dejar el lugar. No queríamos vernos abandonados a la
noche, a la humedad allá afuera. No queríamos dejar nuestro templo, nuestro
paraíso. Salir a la tierra, como escupidos por un dios insensible.
Vámonos, conozco un lugar aquí cerca dónde podemos quedarnos,
dijo. La seguí, llevábamos botella en mano. Caminamos unas cuadras mientras
reíamos como enfermos. Eres maravillosa, le dije. Nos besamos. Tenía sujetadas
sus nalgas con ambas manos. Sabíamos que pasaría después. Nos apresuramos a
llegar a la cama más cercana. Mira, entremos aquí, ya me conocen, no hay
problema, luego pagamos. Subimos las escaleras del lugar, Marlene ya llevaba
llaves. Me sentía cada vez más sorprendido por ella. Abrió la puerta rápido. El
cuarto era un agujero. Eso nos importaba menos que la mierda. Voy al baño. La
seguí, la tomé de espaldas, subí mis manos por su cadera hasta sus pechos, los
apreté con fuerza. Quítate esto, le dije. Se quitó el vestido con cuidado.
Pensé que lo hacía de esa manera más por precaución, que por otra cosa. La
prenda estaba a punto de caerse a pedazos. Nos tiramos en la cama, lo hicimos
como animales desesperados. Como si nuestra vida dependiera de ello. Sigue,
sigue Ricardo, no pares, no pares! A penas podía mantener el ritmo, estaba
segado por el alcohol, pero la excitación era mayor, sentía el fuego de su sexo
cubriendo mi miembro. Era una explosión. La cama rechinaba, parecía quejarse.
Tenía a la mujer encima, viéndome a los ojos, sujetándome. De pronto me llamó
Roberto. No supe que decir. Pereció no darse cuenta. Sigue, sigue así. Me gusta.
Sentí que la situación estaba tomando un rumbo diferente al que pensaba, pero
traté de evadir eso, tenía que concentrarme en lo mío. Más, más, ya casi llego,
¡Más rápido! Marlene apretaba mi pecho con ambas manos. Cerraba los ojos y
entreabría la boca. Cuando estuvo a punto de llegar se reclinó hacía atrás,
revelando sus costillas que se marcaban como cicatrices. En esa posición, su cuerpo
se asemejaba a la forma de un arpa. Hacíamos una música increíble. No pares Roberto,
no pares, sigue así, hijo. Cuando llegó, soltó un grito y se echó para
adelante, moviendo la cintura, sintiendo todo el peso de su sangre subir de
arriba para abajo, de adelante hacia atrás. La electricidad recorría el cuarto.
Las bombillas de luz cálida y tenue palpitaban. Estábamos vencidos. Marlene me
rodeó el estómago con el brazo y colocó su cabeza en mi pecho. La luz de cuarto
era opaca. En el techo la pintura se resquebrajaba. Unos bichos pululaban sin
esperanza al rededor del foco. Lo había conseguido, pensé. La mujer dormía.
Sentía su aliento y el rumor del alcohol que salía de su boca. Pensé en irme,
no tenía caso seguir ahí. Se rompería el encanto, ambos éramos solitarios, y debíamos
continuar así. Entonces la mujer despertó como de un horrible sueño, se
incorporó, me miró como lo había hecho a lo largo de la noche y dijo: Roberto,
hijo mío, sabía que no estabas muerto, sabía que con el tiempo regresarías.